Florence Aubenas
El muelle de Ouistreham
Traducción de Francesc Rovira
Anagrama, 2011
Llevo semanas queriendo escribir sobre este excelente libro. Llevo semanas diciéndome: venga, Amaia, es verano, si en verano no consigues hacer un hueco para esto, ¿cuándo lo harás? Semanas durante las cuales me he sentado decenas de veces frente al ordenador con la mejor intención sin conseguir escribir una sola palabra y cargándome de culpa por no cumplir con un cometido que yo misma me he impuesto. ¿Qué me ha impedido escribir? Una infinidad de pequeñas, y no tan pequeñas, tareas combinadas con un empleo que he conseguido para estos meses de verano (que, por suerte, es poco exigente), y con unos ratitos de necesario descanso antes de embarcarme en el nuevo curso universitario que se presenta intenso, incierto y menos pensado que nunca (si es que alguna vez lo estuvo desde la implantación de Bolonia) para quienes pretendemos conciliar estudios con trabajo remunerado y no remunerado. Pero hoy lo consigo, hoy me pongo frente al ordenador y dejo apuntado en la agenda todo lo pendiente para lograr centrarme en lo que ahora más me apetece: hablar de un libro crudo, duro y necesario para entender las subjetividades de las personas pertenecientes a la clase trabajadora europea.
Todo comienza cuando la autora, Florence Aubenas, periodista con amplio recorrido y reconocimiento, decide investigar la situación de las personas paradas y con trabajos precarios: las más afectadas por la crisis que estalla en 2008. Al más puro estilo Simone Weil, opta por vivir la experiencia en primera persona, para lo cual se traslada a Caen, una ciudad mediana de Francia, donde es desconocida y donde, con una nueva identidad, se propone conseguir un empleo. Así, Aubenas se convierte en una mujer de 48 años recién separada y sin experiencia laboral que busca independencia económica. Es el servicio estatal de empleo francés el que direcciona su investigación hacia el sector de la limpieza, pues lo considera el adecuado para su perfil. El final de la investigación llegará cuando consiga un contrato fijo, no porque después de este logro (casi una hazaña) no haya nada más que investigar, sino porque considera inmoral ocupar algo tan codiciado como un contrato indefinido en un mundo en el que casi cualquier sacrificio es justificado por conseguirlo.
Con una exactitud que solo valora completamente quien lo ha vivido, Aubenas relata el recorrido de humillación, deshumanización y violencia al que se ven abocadas tanto las personas desempleadas como las empleadas en trabajos que ella denomina precarios, y que yo me atrevería a decir que forman parte de una nueva y sofisticada forma de esclavitud. La esclavitud que goza de la suerte de ser comparada con la del pasado y con la que en el presente viven millones de personas en muchos otros lugares del mundo, como China, Congo o Bangladesh, por nombrar algunos de los casos más conocidos y flagrantes. Una suerte, sí, porque yo misma hago un gran esfuerzo por utilizar esta palabra sabiendo el abismo que separa las condiciones vitales de este lado del mundo y las de los lugares mencionados. Yo misma pienso en la frivolidad que puede suponer usar una palabra con tanta carga de sufrimiento. Pero, por más que reflexiono sobre ello, no encuentro alternativa. Explotación es la que más se aproxima, sin embargo, un término que puede aplicarse tanto a seres vivos como no vivos, no genera, bajo mi punto de vista, el mismo impacto en el imaginario; dudo que refleje el grado de humillación al que el mundo laboral en Europa somete a quienes nacen en los márgenes. Me quedo con esclavitud, esclavitud sofisticada si se quiere, pues quienes la llevan a cabo conocen los límites, saben cómo mantener vivo al secuestrado, conocen los subterfugios del sistema, y porque es tan sutil el robo diario de derechos, necesario para sostener al amo, que quienes lo sufren justifican y entienden tan violento acto de desprecio por la vida ajena.
Volviendo al tema que nos ocupa, y aclarando que prácticamente cada página de este libro es digna de análisis, destaco dos temas que la autora aborda con gran sensibilidad: el tiempo robado, y la invisibilización y cosificación tanto de las trabajadoras como de quienes demandan empleo. Ambas características de la precariedad laboral se entrelazan, conviven y se retroalimentan, siendo que una no es sin la otra.
El tiempo. Ese concepto cuya naturaleza abstracta facilita que sea robado y cedido, pues, al fin y al cabo, ¿de quién es el tiempo? ¿Lo poseemos o nos posee? ¿O ninguna de las dos? No lo sé, es un tema que me sobrepasa. Lo que sí me atrevo a asegurar es que su modo de empleo difiere en relación a la clase social a la que se pertenece. Si bien es sencillo imaginarse a una empleada del área administrativa de un edificio de oficinas haciendo una pausa para tomar un café de la máquina expendedora de la empresa, resulta más complicado recordar a una empleada del servicio de limpieza de ese mismo edificio haciéndolo. Aubenas cuenta que, en su experiencia como empleada de limpieza, nunca ha visto a ninguna de sus compañeras hacer uso de las máquinas de bebidas y comidas:
“No está prohibido, simplemente es impensable. De hecho, las evitamos –por miedo a que alguien piense que holgazaneamos a su alrededor- […]. Aunque nadie nos lo haya dicho, sabemos que la máquina expendedora no es para nosotras, pertenece a un mundo al que no tenemos acceso: el mundo en el que uno responde cuando le suena el móvil y no calcula el tiempo que perderá si va al baño.”
Tal vez esa desconfianza y fiscalización del tiempo tenga que ver con un inconsciente colectivo que nos empuja a sospechar que la persona pobre de alguna forma se lo ha buscado, que tiende naturalmente a la vagancia y al engaño, y que debemos estar al tanto para que no se aproveche de la bondad y la confianza de quien le proporciona la posibilidad de ganarse la vida. El mismo inconsciente que impulsa a las administraciones públicas a desnudar a quienes solicitan un subsidio por falta de ingresos (intentad solicitar una Renta de Garantía de Ingresos -RGI- en País Vasco). El mismo imaginario que justifica que, como cuenta la autora, la Administración francesa obligue a todos los desempleados a acudir mensualmente a la oficina de empleo para nada, solo para hacer acto de presencia. No sé, a mí me recuerda un poco a ese régimen de libertad condicional en el que la persona presa debe acudir al juzgado periódicamente para firmar y dejar constancia de su buen comportamiento.
Cosificación. Si hay una frase demoledora en este libro, que une el robo de tiempo y la deshumanización del mundo laboral, es la que Aubenas recuerda haber escuchado montones de veces: “en la limpieza, las mujeres son más rentables por veinte horas que por cuarenta. No hay que darles más. De todos modos, físicamente tampoco lo aguantan”. Explotación. Esclavitud. ¿Por qué? Porque esa afirmación no va acompañada del acto de ofrecer a cambio de esas 20 horas un salario que haga que no tengan que trabajar otras 20 horas en otro lugar. Es despiadado, es perverso. Saber que el físico no soporta más de 20 horas semanales realizando determinados trabajos y, sin embargo, contribuir a que tus empleadas tengan que hacerlo preocupándote únicamente de que no lo hagan en tu empresa es, sencillamente, mezquino.
Invisibilización. Esta agresión tiene la particularidad de que no es cometida (solo) por los empleadores, sino por quienes reciben el servicio, por quienes utilizan los espacios previamente desinfectados. Es la agresión imprescindible para que las empleadas sigan sometidas a abusos diarios por parte del sistema establecido. Si nadie te ve y nadie te escucha, no eres nadie y las “nadie” no tienen derechos que reclamar, no tienen derecho a reclamar:
“Sobre la pasarela, apretados contra la barandilla, esperamos a que desembarquen los pasajeros para tomar posesión del transbordador. Pronto ya no repararé en ellos, mucho más absorbida sin duda por este mundo que se convertirá en el mío, pero es mi primer día y no puedo evitar escrutar con la mirada a todas esas personas cargadas de maletas a quienes lanzo concienzudamente sonoros “bienvenidos”. Nadie me responde. De vez en cuando alguno me mira con sorpresa, como si el cordaje enrollado sobre la cubierta del barco le hubiera dirigido de pronto la palabra. Me he vuelto invisible.”
Voy terminando, y lo hago con un aplauso a la mención que Florence Aubenas hace al papel y a la forma de actuar de los sindicatos. Es breve y sutil, pero hila muy fino. No lo cuento, prefiero que lo disfrutéis leyéndolo de su puño y letra.
Toda la vida he escuchado a mi madre, empleada de hogar, contar historias sobre lo indignante que le resulta que le pongan pruebas en las casas en las que limpia para saber si cumple con su labor. Hablo de pruebas como colocar horquillas en lo alto de armarios, u otros objetos colocados en lugares que claramente no les corresponden, para que ella, al limpiar por esos lugares, los quite y muestre así que, efectivamente, ha cumplido con su cometido. Sí, cosas así de cutres. También le he escuchado contar cómo le han “pedido” usar cofia y delantal con volantes para ejercer su labor, y cómo le han exigido llamar a un niño de menos de un año “señorito Daniel”. Y, gracias a cierta conciencia de clase, también le he oído contar cómo, cuando se ha encontrado la horquilla sobre el armario, la ha levantado, ha limpiado por debajo, y la ha vuelto a dejar donde estaba; cómo siempre se ha negado a llevar tan ridículas e incómodas prendas; y cómo, finalmente, los padres de Daniel tuvieron que aceptar que no usara tan absurdo tratamiento para referirse a su hijo.
Hace unos meses, en pleno confinamiento, me contaba la indignación que sentía por pertenecer a un sector en el que sus derechos como trabajadora valen menos que los del resto. Un sector, me permito añadir, que sustenta un sistema en el que los cuidados poco valorados son necesarios para que quienes “producen capital” sigan produciéndolo sin perder el tiempo en limpiar o en cuidar a sus mayores. La dinámica social establecida se alimenta de que esos trabajos sean invisibles, sean baratos. Las dueñas de las casas en las que mi madre trabajaba habían prescindido de sus servicios por la pandemia. Esas empleadoras mantenían su trabajo o mantenían, mediante ERTE, gran parte de su sueldo. Mi madre, Maribel, no. Fue despedida. Sin más. Y no pasa nada, porque, como dice Maribel, “ningún gobierno ha tenido narices de regular la situación de este sector”. Porque, como ella dice, y yo suscribo, la mayoría de las trabajadoras son mujeres e inmigrantes, y las mujeres y las inmigrantes somos “nadie”.
Comentarios
- Responder
Useche
28 agosto 2020, 19:30
A cristalização das práticas…
Valeu pela indicação de leitura Amais querida, mais um post sensacional. Gosto muito da tua página - Responder
Amaia Gonzalez
28 agosto 2020, 21:03
Obrigada a você pela confiança e pela linda amizade que me traz tanta reflexão.
- Responder
Useche Inchauspe
28 agosto 2020, 19:36
Acabei por.chegar a uma conclusão parecida. A cristalizacao que me referia faz Muitos trabalharem muito e ganharem pouco para que poucos trabalhem pouco e ganhem muito
- Responder
Amaia Gonzalez
28 agosto 2020, 20:58
Claro. O sistema de exploração/escravidão só pode se manter no tempo com a cumplicidade consciente ou inconsciente da cidadania. Se precisa de pessoas que se achem menos «humanas» do que outras, com menos direitos. Acho essencial, para mudar o jeito de olhar pro mundo do trabalho, o papel dos sindicatos: acho necessário resignificar o serviço deles.